Los viajes transatlánticos de los siglos XV y XVI no fueron precisamente cruceros de placer. Las condiciones a bordo de las embarcaciones eran extremadamente duras y peligrosas, poniendo a prueba la resistencia física y mental de los marineros y pasajeros.
Los conocimientos cartográficos y las técnicas de navegación de la época eran rudimentarios en comparación con los actuales. La navegación se basaba principalmente en la observación de las estrellas, la brújula y la estima (cálculo aproximado de la posición basado en la velocidad, el tiempo y el rumbo), lo que la hacía imprecisa y susceptible a errores. Las cartas náuticas eran escasas y poco fiables, lo que aumentaba el riesgo de perderse o de encallar en costas desconocidas.
Las embarcaciones, en su mayoría carabelas y naos, eran relativamente pequeñas y estaban diseñadas principalmente para la navegación costera en el Mediterráneo. Aunque se adaptaron para las travesías oceánicas, su estructura y equipamiento no estaban preparados para soportar las largas jornadas en alta mar y las inclemencias del tiempo.
A las dificultades técnicas se sumaban las duras condiciones de vida a bordo. El espacio era extremadamente limitado: cada persona disponía de aproximadamente 1,5 metros cuadrados, un espacio que debía compartir con otros tripulantes, animales (cerdos, gallinas, terneros, caballos), provisiones y pertrechos. La higiene era prácticamente inexistente, lo que favorecía la propagación de enfermedades como el escorbuto (debido a la falta de vitamina C), la pelagra y diversas fiebres transmitidas por insectos.
La conservación de los alimentos era otro gran problema. Los métodos disponibles (salazón, ahumado y secado al sol) no eran suficientes para mantener la comida fresca durante las largas travesías, lo que provocaba escasez y deficiencias nutricionales. Además, las ratas y ratones proliferaban en los barcos, compitiendo con los humanos por la comida y propagando enfermedades. Los malos olores, especialmente los que emanaban de la sentina (la parte inferior del barco donde se acumulaba el agua), hacían el ambiente aún más insoportable.
El Padre Bartolomé de las Casas, en sus crónicas del siglo XVI, describe con crudeza las penurias de los marineros, expuestos a las inclemencias del tiempo, las enfermedades y el hacinamiento: “La gente de los navíos estaba tan molida, turbada, enferma y de tantas amarguras llenas que, como desesperada que deseaba más la muerte que la vida, viendo que todos cuatro elementos contra ellos tan cruelmente peleaban”.