Uno de los eleemntos que nos encontraremos en el libro de Vicenta Márquez de la Plata, Viajeras a través del mar tenebroso, son las condiciones de alojamiento y la diversidad de pasajeros en los barcos de los viajes trasatlánticos de los siglos XV-XVI añadían una complejidad adicional a las duras condiciones de viaje.
El espacio personal era mínimo. En el reducido espacio de 1,5 metros cuadrados asignado a cada persona, se debía acomodar un cofre, que servía como armario, asiento, mesa e incluso lugar de juego. Este cofre, de unos 49 palmos (aproximadamente un metro), era el principal mueble del marinero. Además, debía haber espacio para su estera de dormir y sus pertenencias. Inicialmente, en las naves de una sola cubierta, todo esto se ubicaba en la cubierta principal, expuesto a los elementos. Con la evolución de las embarcaciones a dos cubiertas, el espacio “creció”, pero la superficie asignada a cada tripulante se mantuvo igual, generando un mayor hacinamiento, especialmente con el aumento del número de personas a bordo.
Este aumento de pasajeros se debió a la creciente complejidad de la administración de las nuevas tierras conquistadas y la necesidad de poblarlas. Además de los marineros, viajaban soldados, administradores, aventureros y, posteriormente, virreyes y sus séquitos.
Pero no solo hombres viajaban a través del Atlántico. Familias enteras, incluyendo mujeres, se embarcaban en estas peligrosas travesías por diversas razones: reunirse con sus maridos, reclamar herencias, o contraer matrimonio con hombres que habían hecho fortuna en las Indias. Estas mujeres, muchas de ellas sin ninguna experiencia en la vida marítima, debían soportar las mismas incomodidades que los hombres, además de los movimientos del barco, los cambios bruscos de clima (frío intenso, calor sofocante, lluvia, salpicaduras de agua salada) y la falta total de privacidad. Su única protección contra el sol y la lluvia eran unas lonas tendidas en la cubierta. El hedor constante a personas, animales y podredumbre completaba un cuadro nada halagüeño.
Sin embargo, existían diferencias según la clase social. Los pasajeros ricos o importantes podían “alquilar” camarotes o espacios privados a los contramaestres o incluso al capitán, a cambio de una suma considerable de dinero. Un ejemplo concreto es el contrato de Juan Pérez Aparicio en 1569, quien alquiló una “cámara” (camarote) con ventanas, puertas y una cama, con la condición de que estuviera “estanca” (sin goteras).
Los funcionarios reales, por su parte, tenían el alojamiento asignado según su rango, y los virreyes, en ocasiones, viajaban en sus propios barcos, llevando consigo a su séquito y todas las comodidades posibles. En estos casos, las mujeres que los acompañaban disfrutaban de condiciones mucho mejores, aunque estas situaciones fueron menos frecuentes.
En resumen, la experiencia del viaje transatlántico variaba enormemente según la condición social. Mientras que la mayoría sufría penurias extremas, una minoría privilegiada podía acceder a cierto grado de confort. A pesar de las dificultades, muchas mujeres demostraron una gran valentía al embarcarse en estas peligrosas travesías, dejando un importante legado en la historia de la exploración y la colonización.